Porque después de terminar la escuela secundaria, no sabes ni para qué sirve todo lo que aprendiste. Lo que te vengo a contar te puede ayudar.
¿Para qué?
Para contarle a tu hijo una historia antes de dormir, por ejemplo.
Fíjate
Se suponía que terminábamos la secundaria en julio y en septiembre empezaba la universidad.
La universidad no tenía espacio para tanta gente que quería ser ingeniero y había que esperar.
Esperar un año, no dos ni tres.
Un año, 365 días. 365 oportunidades.
¿Y qué podía hacer con los conocimientos de los 11 años de colegio en esos 365 días?
No lo sabía.
Algo tenía que hacer.
Me fui a trabajar en un restaurante. Tenía que vender, vender comida.
Había dos tipos de gente a la que venderle.
No una, dos.
- Los ejecutivos: abogados, trabajadores de notarías, bancos, trabajadores del tribunal, trabajadores del periódico. Los que no querían comida con cebolla ni ajo.
- Gente normal: los que iban a comprar en las tiendas de los alrededores, que querían comer después de comprar ropa, zapatos, lentes (gafas), lencería, el vestido de novia, las medias del ballet… ¡qué sé yo!
Entonces, el asunto era cómo podían ayudarme:
- Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes
- El llano en llamas de Juan Rulfo
- Cien años de soledad de Gabriel García Márquez
- Casas muertas de Miguel Otero Silva
- La casa verde de Mario Vargas Llosa
¿Cómo? Ni idea.
Afortunadamente, buscando una cocinera para el restaurante, llegó una mujer llamada Carmen.
Era de Caracas y había ganado un premio de poesía.
Al verla llegar nos desconcertó; era la primera mujer que se presentaba con un vestido y en tacones, maquillada y bien peinada para aplicar al trabajo de cocinera en un restaurante de comida rápida ejecutiva.
Una gran lección sin duda: causar una buena primera impresión. Sencilla, elegante, segura y bien plantada.
¡La contratamos!
El año que ella estuvo con nosotros en el restaurante fue la época de oro. Tanto positivismo concentrado en 1.50 de estatura me impresionaba todos los días.
Tenía un “superpoder”: quitarle el mal humor a la gente y lograr que compraran.
Su tono de voz y las palabras que usaba le salían del alma.
Me enseñó el poder de todos esos libros en la cocina, con su creatividad para preparar la comida.
Impregnar cada plato con amor y vida.
Una gran empatía.
La capacidad de contar cada mañana la historia de cómo sería el día, enseñándome a proyectar la venta y a los clientes que queríamos atender.
Construir un negocio que ayudara a satisfacer el deseo colectivo de comer fuera, pero como en casa, en un restaurante donde su comida recordara los sabores de la abuela, entrando en la memoria de la gente y su identidad.
Entender la complejidad de las relaciones humanas para gestionarlas mejor al abordar al cliente exigente, inconforme, conflictivo, que quería su menú personalizado.
Comprender mejor los contextos culturales y sociales del cliente que quería un regalo y que le dejáramos el menú más barato.
Pensar y discutir las estrategias de supervivencia y éxito para competir con otros 8 puestos de comida con un modelo de negocio parecido:
- Vender comida
- Saludable
- Caliente
- Rápida
- Como en casa
Pero… por un precio más alto que el resto de los otros restaurantes.
El dueño del restaurante, que sabía de marketing, sabía de copywriting, sabía de storytelling, sabía de psicología, sabía de ventas, de costos y de muchas otras cosas, quería captar al público fijo, cerca de unas 100 personas.
De manera que subir el precio era lo primero que había que hacer para diferenciarse de los demás y hacer eso que los demás no hacían: comer con el populacho pero sentirse distinto.
Así se hizo y el restaurante funcionó cerca de unos diez años hasta que su dueño se cansó de oler a aceite, cebolla, ajo y condimentos.
Esos 365 días me permitieron entender mucho de lo que había aprendido en el colegio gracias a Carmen.
Recordar nos lleva de regreso a nuestras raíces y devuelve la identidad.
Aprender del pasado nos acerca al éxito.
PS: Espero este escrito le llegue a Carmen Sánchez como la carta de los niños Banks a Mary Poppins.