Clase de ventas de alto nivel por un niño de ocho años
12. septiembre 2024 |
Sin la ayuda de la NBA y sin conocer al señor que administra y cuenta las llaves.
Fíjate en esto.
En los negocios hay muchos clichés sobre lo que debes saber y las habilidades que necesitas tener. Existen títulos, estudios, másteres y especialidades que, en mis años de observación y de intentos de emprender, me han llamado la atención y, de hecho, me parecen muy complejos.
Dos títulos. No uno, dos. MBA y Key Account Management.
Cuando estudiaba, los asociaba con otras dos cosas. No una, sino dos. Otra vez, dos cosas.
El MBA con la NBA.
Tal vez tú estés pensando lo mismo que yo en este momento, imaginándote, al igual que yo, a un tipo con ropa de baloncesto, un maletín en una mano y documentos en la otra. Así es mi creatividad. Pensaba que sería muy divertido ir haciendo dribbling mientras cambiaba de sala de reuniones.
No tengo nada en contra, respeto mucho a las personas con estos títulos, y de hecho, tengo varios amigos que los poseen. Simplemente me pareció gracioso contarlo.
Por otro lado, está el Key Account Management. Al escuchar la palabra «Key» (que en inglés significa llave), «account» (cuenta) y «management» (gestión), pensé: “¡Ya está, ese es el señor que administra las llaves y las cuentas!”. Me parecía un trabajo aburrido y sin aspiraciones.
No poseo ninguno de estos dos títulos, pero me hace gracia cómo asociaba esos nombres en aquel tiempo.
¿Por qué te cuento esto?
Primero: Porque quiero y me parece gracioso.
Segundo: Porque mi hijo de ocho años me dio una lección de estrategia, liderazgo, operaciones, ventas, relaciones comerciales y manejo de objeciones que me impactó.
Y lo hizo sin tener ninguno de estos títulos, confirmando esa frase de Isra Bravo: «Vivir y vender es lo mismo». Lo he comprobado y te lo contaré a continuación.
Estábamos de vacaciones en Francia, y nuestra última parada fue la Torre Eiffel. Yo ya la conocía, pero mis hijos no. París es una de mis ciudades favoritas, por el ballet, la arquitectura, la moda y muchas otras razones. Cada vez que voy, me inspira.
No te voy a hablar de la Torre Eiffel en sí, sino de una clase de ventas que me dio mi hijo de ocho años mientras estábamos allí.
Fíjate bien: No sé si has subido alguna vez, pero en el segundo piso hay una tienda de souvenirs. Mi hijo insistía en que entráramos, diciendo que había cosas interesantes para comprar, incluso juguetes. Yo le respondía que no, que solo había recuerdos, y ninguno que un niño pudiera necesitar.
Insistió, diciéndome que había algo espectacular que quería mostrarme, algo que no había visto en ningún otro lugar. Curiosa, acepté. Pensé que así podría resolver su insistencia y, de paso, calmar un poco el «mamá, mamá, mamá» por unos segundos.
Entramos en la tienda y me dijo: «Mamá, ¿te gusta esto?» Señalaba una estatuilla de la Torre Eiffel de unos 10 cm que costaba €6,90. Mi respuesta automática fue: «Eso no es un juguete, es un souvenir».
Entonces, él señaló otra, más grande, que estaba en lo alto del estante: una estatuilla de 40 cm que costaba €59,90. «Con esta si puedo jugar», me dijo, «con esta puedo jugar con mis carritos, pasan por debajo, y cuando venga mi amigo Erik, vamos a jugar con la pista de carreras y los Legos. ¡Está genial, mamá!». Además, agregó: «Es lo único que te he pedido en todo el viaje, no te pediré nada más, y va a ser muy divertido».
En ese momento, comprendí que mi hijo me estaba vendiendo su idea y su plan, con argumentos bien definidos. ¡Una verdadera lección de escucha y observación!
Me mostró los beneficios de la compra y cómo esa estatuilla no era solo un juguete, sino una parte esencial de su mundo imaginario. Tras unos 10 minutos de negociación pura, me convenció. Yo quería un recuerdo y él también, así que llegamos a un acuerdo: Yo pagaría, él jugaría, y cuando se cansara, la estatuilla se convertiría en un adorno para la casa.
Cuando estábamos a punto de pagar, apareció su papá por la ventana de la tienda, haciendo señas de que no, que no había espacio en el maletero. Mi hijo, sin perder el ritmo, dijo: «Yo la llevo en las piernas».
Y así fue. La pagué, la llevó en las piernas las ocho horas de regreso a casa.
Ahora tenemos una Torre Eiffel de 40 cm en el salón, y esta anécdota
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